Insensibles ante la desgracia, insensibles ante lo ajeno

Conmoción. Eso he sentido este mediodía cuando en el telediario han hablado de los trabajadores de la central de Fukushima. Son conscientes de que morirán, y sin embargo, lo interiorizan y acatan la pena: son los empleados de la central y por ello deben luchar por arreglar la agónica situación que se vive, aunque saben que es un viaje sin vuelta atrás, lo acatan sin rechistar.  Estas personas no son culpables de la gran catástrofe nuclear que se avecina en Japón, sin embargo, su espíritu de cooperación y sacrificio por los demás hacen que no se inmuten ante la injusta llegada de su fin, un final de trayecto y de vida que no merecen. No obstante, ni ante este pavoroso suceso parecemos inmutarnos el resto de mortales: vivimos instalados en un mundo insensible, acostumbrado a lo horrible y en el que cada vez nos sorprenden menos los hechos que antes parecían barbaries.

Siempre he pensado que la costumbre nos acomoda y nos hace permanecer impasibles ante los hechos, y es que una vez acostumbrados ya nada nos sorprende. El caso de los trabajadores de Fukushima es sólo un pequeño ejemplo. Actualmente, parece algo rutinario un hecho tan misterioso como es la muerte. Ya no nos asombra el bombardeo a una ciudad, ni el fallecimiento de niños en la guerra, incluso estamos empezando a ver como algo común las muertes por violencia de género. Sin embargo, detrás de esa idea abstracta que nos narran en la televisión, existen familias destrozadas, vidas rotas, sueños que se van al traste, etc. y a pesar de ello, empezamos a mostrar un sentimiento de indiferencia ante tales hechos. Quizás nos cuesta ponernos en el lugar del otro para darnos cuenta de lo que realmente esto significa, tal vez no nos ponemos en situación: imaginen que uno de los niños inocentes muertos en una guerra fuese su hijo, o que la última fallecida por maltrato fuera su hermana. Imaginen el drama que eso supondría, imaginen no poder volver a verlos nunca más. Nos hemos vuelto insensibles ante conductas y acciones que merecen todo nuestro rechazo y que no son dignas de ser pasadas por alto como si fuesen una tontería, y es que parece que cada vez valoremos menos a la vida y a las personas, porque lo que antes tenía un valor incalculable, ahora ha descendido en su cotización hasta valores ínfimos.

Ante esto hay pocas soluciones. El ritmo que sigue el mundo amenaza con incrementar nuestra insensibilidad. Mañana, por desgracia, morirán civiles en Libia, y nosotros recibiremos la noticia sin lamentos; tal vez alguno de los funcionarios de la central de Fukushima se despida mañana mismo de la vida de una forma injusta, pero tampoco sentiremos dolor. Acostumbrados a las brutalidades que se cometen hoy en día, caminamos hacía el tiempo de la pasividad, y nos equivocamos profundamente. Como ya he dicho antes, los empleados de Fukushima morirán en el infierno nuclear, en el infierno provocado por el abuso de una energía que debería estar en extinción, en un infierno en el que no merecen estar... perecerán sin dejar huella, y lo peor es que nunca valoraremos el sacrificio que habrán realizado porque nunca nos pondremos en su lugar, nunca haremos nuestra la desgracia y nunca sabremos apreciar el peso de la vida mientras no nos veamos en una situación similar. Insensibles ante esta desgracias, la catástrofe de Japón ha pasado a ser una noticias más, y los empleados de Fukushima, víctimas de nuestra insensibilidad, nunca serán valorados como lo que en realidad son, es decir, como héroes.

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